viernes, 25 de enero de 2008

Duendes Porteños

Se cuenta que desde el principio de los tiempos, los silfos habitaban los bosques cercanos al Rió Rhin en la Europa central. Ellos eran parte del "pueblo del aire", muy pequeños, juguetones, traviesos y con alas.

Las sílfides -compañeras de los silfos- eran muy femeninas y coquetas, con ojitos pícaros y grandes pestañas. Ellas lavaban la ropa con los rayitos más pequeños de la luna y preparaban el alimento para toda la comunidad de duendecitos. Comían frutos del bosque con miel y algo de leche acompañada por huevos de mariposas batidos a punto nieve.


En los ratos de ocio se hamacaban en las telas de araña o bailando al compás de sus alas que sonaban como verdaderas orquestas.

Estos duendecitos, se sentían importantes como intermediarios entre el cielo y la tierra
y muy orgullosos de ser alimento de la vida y el fuego.


Cuando el silencio llegaba a los bosques y la noche llena de estrellas visitaba el lugar, algunos caminantes, solo algunos, llegaban a penetrar en los secretos de la vida de los silfos.

Por cientos de años nada cambió en la vida de estos duendecitos... hasta que un día a siete silfos les picó un espiante aventurero, sintiendo ganas de conocer otras tierras y otros aires.
Así, volando llegaron a España, donde se establecieron cerca de 500 años en los bosques sin ser vistos, aunque haciendo de las suyas. Pero una tardecita nublada de 1534 en Sevilla, oyeron hablar sobre un nuevo mundo y de un largo viaje en barco hacia esa tierra llena de misterio y oro, según se decía.


Los silfos se entusiasmaron con la idea de conocer nuevos aires, nuevos juegos, travesuras y comiditas... y hasta tal vez un gran amor. Y para el Río de la Plata se vinieron.

Arriba en el palo mayor de cada embarcación había duendecitos sonrientes soplando incesantemente en la expedición de Don Pedro de Mendoza, aunque la historia nunca llegó a registrarlos. De esta manera estos silfos se atrevieron a abandonar una vida tranquila por el desafío de conquistar nuevos aires en el mundo.

Un día de febrero de l536 llegaron a estas tierras y al escuchar:

"¡Qué buenos aires son los de este suelo!"

Se sintieron orgullosos, aludidos por estas palabras. Porque el aire es también un camino por donde se trasporta la luz y la palabra. En un soplo llegaron a la llanura y decidieron ir hacia el norte, territorio de los indios guaraníes. Lo hicieron subiendo por el río Paraná.

Ya en territorio guaraní -como cuenta la leyenda-, encontraron a Yasi, la luna, que paseaba por el bosque con forma de mujer y su larga cabellera rubia. Esta diosa americana les dio la bienvenida y contó la siguiente historia:

"En los comienzos de los tiempos de estas tierras del sur, yo paseaba por los bosques junto a una nubecita amiga, Araí, traíamos las ganas grandes de proteger a los seres más pequeños. En un momento, un gruñido amenazador nos sorprendió. Era un yaguareté (tigre) que iba a lanzarse sobre nosotras, que al haber adquirido forma humana, habíamos perdido Poder Divino momentáneamente.
Cuando nos iba a atacar una lanza alcanzó a herirlo. Había sido un viejo
indio valiente quien lo enfrentó en feroz pelea y logró al fin matarlo. Mientras -continuaba la luna-, mi nube amiga y yo aprovechando el momento, tomamos las formas de luna y nube.
Al terminar la batalla, el viejo indio sintió ganas de descansar. Caía la
noche y se durmió junto al árbol. Cuando llegué a sus sueños con Araì, nos presentamos y le dije que había creado una planta nueva y noble como su corazón: Ca-à (Yerba) en agradecimiento por haber salvado a esas dos mujeres en la selva. Le indiqué también que debía tostarla porque era venenosa y como debería usar a esta benéfica y protectora planta".


Cuando terminó el relato, la misma luna les hizo probar el mate quienes lo incorporaron inmediatamente a su alimentación. Algunos lo tomaron amargo, otros lo prefirieron dulce, pero este símbolo de amistad que es la yerba mate lo fue también en el amor de sus hijos y nietos.

Y se cuenta que los silfos nacidos en Buenos Aires, a partir de l880, tangueros todos, cuando alguien abre un paquete de yerba por las mañanas frescas, se confunden en la fiesta de polvillo y aire con la alegría inmensa de quienes comparten mate y alimentan una comparsa eterna estacionada en el corazón.

Daniel Yarmolinski
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