martes, 29 de enero de 2008

El Organito

Una vez con mis abuelos fuimos a visitar la increíble ciudad de Luján. Era un domingo soleado. La plaza infinita, repleta de gente y su hermosa basílica formaban el zócalo de ese cielo tan argentino y tan lleno de esperanzas.
Todo era una fiesta para mis ojos.
Pronto a mis oídos llegó una melodía dulzona, pequeñita como una lombriz de tierra haciendo galerías entre el murmullo y los ruidos de la plaza.
Aquel sonido tan familiar dibujó la sonrisa de mis abuelos.

-¡El organito!-, exclamaron juntos.

Parado a unos cuantos metros, un hombre con pintoresco traje festoneado como para ir a un bailongo, hacía girar ese singular instrumento musical.
Finalizado el paseo y de regreso al barrio, en pleno traqueteo del tren, conversábamos:

-Esos aparatos venidos de Europa nos ponían al tanto de las novedades musicales -dijo mi abuela y continuó:

-¿Te acordás Luis de sus adornos con filetes y los organitos más grandes de colores brillantes, celestes o rosas que iban montados sobre ruedas o chatas y hasta algunos tirados por caballos...
-Era común verlos en los almacenes, los bares y pulperías- apuntó el abuelo.
-¡Y también en las calesitas!- interrumpió la abuela con su mirada cómplice.


Mientras, en el tren desfilaban los vendedores ambulantes...

-Mirá que lindo sería ver caminando por estos vagones a esos organilleros con sus cajas musicales colgaditas del cuello. Antes había tantos...y muchos eran inmigrantes- dijo el abuelo con algo de nostalgia y agregó:
-¿te acordás de ese napolitano con bigotes espesos y barba crecida que llevaba entre dientes la pipa de barro?.
-¡La Cachimba! -
aclaró la abuela.
-Si, y que feliz se lo veía al aire libre recorriendo las calles, "volanteando" tangos. Estábamos los chicos en Plaza Irlanda y se lo podía escuchar desde tres o cuatro cuadras de distancia, desde la calle Pujol, con esas notas chillonas y desafinadas, refunfuñando entre baches y adoquines.

Contemplando a mis abuelos en ese viaje al pasado, recordé a Evaristo Carriego:

"Has vuelto organillo. En la acera
hay risas...”

-Cinco centavos por pieza y dejábamos de jugar a la pelota con tal de ver al lorito que de "yapa" sacaba del organito papelitos de la suerte -comentó el abuelo.
-A mi me gustaba más el que tenía un monito haciendo piruetas. En ese escuchamos polkas, valses y mazurcas -dijo la abuela.

-Don Angelo el organillero nos decía: "Se precisa questo a questo" y se golpeaba el pecho del lado del corazón, colocándose el dedo índice sobre la frente. Había que saber cuando apurar o retardar la manija para que una nota de la melodía se mantuviera en un sostenido de gran expresión. O parar y alargar el manubrio para que salga el corte en el Tango...tener oficio...tener oficio -dijo el abuelo.

Bernardo González Arrilli nos cuenta sobre un calesitero, que allá por los comienzos del siglo XX, maltrataba a un caballo para que iniciara su marcha y así hacer girar la calesita al compás de la música del organito. Como el caballito no lo lograba, ni tampoco paraba de andar cuando el organito se callaba, el calesitero le daba un golpe en la cabeza, en el frontal o en el hocico.
Los chicos del barrio advirtieron la brutalidad del amaestrador y comenzaron gritándole desde la vereda de enfrente, solidarizados con el pobre animal. Como esto no bastó, junto a sus mamás organizaron un boicot al calesitero. Decidieron no ir más a la calesita, provocando el asombro y el desconcierto del desalmado comerciante quien debió retirarse del barrio.

Pero un verdadero ejemplo de solidaridad era como se compraba un organito.
La familia Rinaldi, dueña de uno de los locales destinados a la fabricación, importación, reparación y afinación, facilitaba la compra de los organitos.
Se le daba prioridad a quienes tenían capacidades especiales. En general se entregaba el organito sin que se pague un centavo por adelantado y sin pagarés, le abrían una especie de "libreta de almacén". La persona trabajaba y a la mañana siguiente pasaba por la fábrica y entregaba a cuenta lo que podía. La señora Rinaldi se encargaba de anotar día a día los aportes y de esa forma, sin documentos y sin otra garantía más que la palabra, el organillero iba saldando su deuda, un verdadero compromiso de honor basado en la generosidad y magnífica predisposición de los fabricantes
.
El tren llegó a la estación de Flores. Bajé repleta de emociones, de la mano de mis abuelos. En el andén busqué a un organito. No lo encontré, pero ya había subido a mi vagón de cuentos en la estación de Moreno, donde mis abuelos habían canturreado a dúo el primer Tango que conocieron en su infancia gracias al organito, un volantero del Tango.

Graciela Pesce


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